Terremotos desde el espacio


Los temblores de tierra, como otros desastres naturales, pueden causar miles de muertos y producirse sin apenas aviso. Los científicos no dejan de estudiar los mecanismos geológicos por los cuales se desencadenan, como el rozamiento de placas en las fallas tectónicas, los grandes deslizamientos subterráneos de tierras o las erupciones volcánicas. Sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, aún no podemos predecirlos con la debida antelación, algo que permitiría salvar a muchas personas y sus bienes.


Algunos investigadores tienen ideas particulares sobre los terremotos, sugiriendo que existen algunas pistas que podrían desvelar la proximidad de un seísmo, aunque sea con poco tiempo de adelanto. Y afirman que la órbita terrestre sería un lugar perfecto para instalar un sistema que actúe como dispositivo de alerta inmediata.

La Tierra tiembla de modo casi permanente (se producen más de medio millón de terremotos al año), pero en la mayor parte de las ocasiones lo hace de manera imperceptible, y son necesarios instrumentos sumamente sensibles para detectarlo. Esta clase de terremotos no nos preocupa, y son simplemente objeto de estudio por parte de los sismólogos. Otros, en cambio, son mucho más peligrosos, y nos interesa conocer bien dónde se producen y por qué.

En efecto, existen algunos terremotos tan potentes que producen ondas sónicas que se propagan por toda la superficie e incluso llegan al espacio. Estas ondas se mueven principalmente en el rango del infrasonido, y no pueden ser oídas por las personas, pero sí están al alcance de instrumentos especializados. En ocasiones, no obstante, ni siquiera es necesario disponer de ellos. En 2011, el seísmo de Tohoku, en Japón, de magnitud 9, que ocasionó más de 15.000 muertos, retumbó de tal forma que sus ondas sónicas interactuaron con varios satélites en órbita alrededor de la Tierra. La onda sonora del terremoto se propagó afectando a los electrones de la ionosfera terrestre, que se movieron formando ondas a su vez, las cuales fueron detectadas por los satélites estadounidenses de posicionamiento global y navegación GPS, debido a que afectaron a las señales de radio que el sistema utiliza.

Otro satélite, el GOCE, propiedad de la ESA y situado en una órbita de unos 260 Km de altitud, fue también capaz de detectar la onda infrasónica del mismo terremoto. El GOCE, gracias a sus acelerómetros, fue diseñado para detectar variaciones en el campo gravitatorio terrestre, y en este caso, fue capaz de notar el paso de dos ondas acústicas, poco después de producirse el seísmo. En la práctica, el GOCE operó como un sismómetro, como una aguja que responde a una vibración, lo que sugiere que la idea de colocar una red de ingenios detectores en el espacio no es tan descabellada. Su interés radicaría principalmente en que no toda la superficie terrestre está equipada con estos aparatos (por ejemplo, en los grandes océanos o en zonas de acceso remoto), y que por tanto sería muy recomendable disponer de un sistema que pueda abarcar todo el globo terrestre. Sólo así obtendremos una información completa sobre los grandes terremotos, muchos de los cuales pueden ser estudiados de forma incompleta debido a que su epicentro esté demasiado lejos de los centros de detección habituales.

Por supuesto, desde el espacio podemos detectar tanto un terremoto (aunque sea con un retraso de varios minutos, debido al tiempo requerido por la onda de sonido para llegar hasta el satélite), como las consecuencias que éste produzca. Los modernos satélites de teledetección pueden obtener imágenes de las zonas afectadas, y no sólo en el rango óptico. Algunos son capaces de poner de manifiesto desplazamientos de tierras que quizá desde el suelo no son tan evidentes. Un gran terremoto puede modificar el curso de un pequeño río o derrumbar un acantilado costero. Todo ello puede ser visto y detectado desde el espacio, gracias a que los satélites están constantemente tomando fotos de la superficie, y existen sistemas para comparar automáticamente imágenes tomadas en épocas diferentes.

Si la detección de un terremoto desde el espacio tiene un claro interés desde diversos puntos de vista, su predicción sería todavía más importante. El problema es que los principales mecanismos geológicos conocidos que operan en las fallas donde suceden la mayoría de ellos suelen producirse de manera esencialmente oculta. Las líneas de fallas, donde las placas tectónicas se encuentran y rozan entre sí, evolucionan de forma muy lenta, y la acumulación de energía que acabará por liberarse súbitamente produciendo un seísmo parece algo imposible de seguir en esas condiciones.

Efectivamente, las placas se desplazan muy despacio (a un ritmo parecido al que crecen nuestras uñas de las manos) y eso dificulta predecir cuándo su interacción con otras desembocará en un terremoto y qué magnitud tendrá. Dependerá del tipo de terreno, de los ángulos de incidencia, etc.

Apenas acaecido un seísmo, sabemos que antes o después sucederá otro en la misma falla, pero no cuándo ocurrirá, cuánto tiempo será necesario para que vuelva a acumularse la energía necesaria para ello. Pueden pasar algunos años, o quizá millones de años, sin que ocurra nada. Otras fallas son mucho más activas y dan lugar a terremotos de forma relativamente frecuente. Los científicos, por tanto, se conforman con instalar aparatos de medida y con permanecer atentos a cualquier síntoma extraño, durante todo el tiempo que sea necesario, asistiendo así pasivamente a su desencadenamiento.

Sin embargo, la NASA cree que existen algunas técnicas que podrían delatar la llegada de un nuevo seísmo, y hacerlo quizá con algunos días o semanas de antelación. Una de las más interesantes se llama InSAR, y consiste en la utilización desde el espacio de un radar de apertura sintética interferométrico. Este radar obtiene imágenes del suelo y es capaz de detectar pequeños cambios en él, como un desplazamiento, comparando fotografías tomadas en momentos diferentes. Un sistema de este tipo podría estar pendiente de las zonas tectónicas conocidas, y hacer un seguimiento de su comportamiento de forma periódica. La técnica es tan sensible que permite medir movimientos de hasta un solo milímetro al año. Cuando estos desplazamientos se localizan alrededor de puntos concretos de una falla, es posible deducir que se trata de puntos de tensión especiales, sitios en los que en breve podría desencadenarse un terremoto.

Aunque aún no se ha puesto en marcha, se ha propuesto una red de satélites llamada GESS (Global Earthquake Satellite System), que se ocuparía de vigilar constantemente las fallas terrestres mediante el sistema InSAR. Acumulando datos y experiencia, los científicos podrían acabar reconociendo cuándo los desplazamientos alcanzan el punto crítico previo a un terremoto. Incluso podrían levantarse mapas, como los meteorológicos, prediciendo la probabilidad de que ocurra uno en un lugar determinado en un plazo específico. Serían especialmente útiles en regiones del mundo donde los movimientos sísmicos son más habituales, como en Japón. Mientras tanto, existen ya varios satélites en órbita con radares InSAR que están utilizándose para obtener imágenes de regiones que han experimentado terremotos recientemente.

Además de la técnica InSAR, existen otros métodos propuestos para la predicción de terremotos desde el espacio. Uno utiliza sensores de radiación infrarroja, y funcionaría bajo la hipótesis de que los terremotos tienen asociadas anomalías térmicas. Por ejemplo, poco antes de que se desencadenara el terremoto de Zhangbei de 1998, en China, unos sensores térmicos detectaron variaciones térmicas súbitas de 6 a 9 grados, respecto a la temperatura del suelo de su entorno, que era de -20 grados Celsius. Son cantidades lo bastante grandes como para poder ser medidas a través de sensores infrarrojos en órbita, los cuales buscarían continuamente puntos calientes en lugares donde previamente la temperatura era mucho más baja. Los geólogos piensan que las rocas emiten radiación infrarroja cuando, sometidas a gran presión, están cerca de alcanzar el punto de ruptura, el mismo que antecede al seísmo. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde sale esta radiación, y parece que no tiene nada que ver con el rozamiento, pero algunos experimentos de laboratorio que han intentado simular lo que ocurre han detectado la aparición de cargas eléctricas, que podrían estar en el origen de todo. No en vano las rocas son aislantes, pero actúan como semiconductores cuando son sometidas a una gran tensión.

El mismo fenómeno eléctrico podría estar relacionado con otra observación interesante: la aparición de pequeñas fluctuaciones en el campo magnético terrestre, que han podido ser medidas con magnetómetros justo antes de los terremotos. Se trata de cambios muy pequeños, de menos de 1 nanotesla, pero que si pueden ser controlados desde el espacio, desde donde se cubre una amplia superficie, pueden servir para advertirnos de la llegada de un terremoto.

La técnica magnética fue puesta en práctica en 2003, con el lanzamiento del satélite QuakeSat. Se trata de un cubesat de menos de 5 Kg propiedad de la empresa QuakeFinder, el cual operó durante 1 año y medio con su magnetómetro, intentando detectar señales magnéticas previas a posibles seísmos. Descubrieron que efectivamente las señales electromagnéticas presentan pulsos, pero que éstas son extremadamente cortas (de 1 a 10 segundos). Eso quiere decir que un único satélite tiene escasas posibilidades de detectar un próximo terremoto, ya que para ello debería estar sobre el lugar adecuado en el momento preciso. Para que el sistema fuese operativo, se requeriría una constelación de satélites con muchos componentes, capaces de cubrir toda la superficie terrestre con la debida periodicidad. China se ha mostrado interesada en este método, pero todavía a nivel experimental.

Francia, a través de su agencia CNES, lanzó en junio de 2004 un satélite de 130 Kg de peso llamado DEMETER (Detection of Electro-Magnetic Emissions Transmitted from Earthquake Regions), que como su nombre indica, estudió las perturbaciones ionosféricas ocasionadas por las emisiones electromagnéticas procedentes de las zonas sísmicas y de los volcanes. Operando desde una altitud de unos 700 Km, en órbita polar, y después desde unos 600 Km, logró detectar radioondas de frecuencia ultra baja en 2010, el mes antes de que se produjera un terremoto de Haití. El satélite dejó de funcionar a finales de ese mismo año.

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Rusia, por su parte, ha lanzado dos satélites Kompas (Kompleksniy Orbital'niy Magnito-Plazmenniy Avtonomniy Sputnik) de unos 80 Kg de peso, en 2001 y 2006, dedicados al estudio de los efectos de los movimientos tectónicos sobre el medio ambiente, tanto en el suelo como en la atmósfera y la ionosfera, para predecir terremotos.

Las iniciativas actuales, efectuadas durante los últimos 15 años, se han limitado pues a probar diversas técnicas de detección y predicción, con la esperanza de que algunas de ellas, o todas en su conjunto, puedan en el futuro ser tenidas en cuenta para realizar pronósticos fidedignos sobre posibles seísmos. Hasta el momento, algunos de los experimentos han dado señales de poder detectar los síntomas previos de un terremoto y predecirlo, pero aún queda mucho camino que recorrer, ya que los científicos necesitan continuar acumulando datos para confirmar la validez de sus modelos predictivos. Algunos de los síntomas podrían ser producidos por otras causas no relacionadas con un terremoto, y a pesar de la gravedad de las consecuencias de un movimiento sísmico, en ocasiones resultaría igualmente peligroso equivocarse en algo así. Hacer sonar la alarma sobre un hipotético episodio que pueda afectar a muchos millones de personas requiere un cierto porcentaje de fiabilidad, o de lo contrario podría ocasionarse un daño superior que el que se intenta prevenir.

Fuente NCYT

 
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