El mundo se detuvo. Nos separamos y nos aislamos. Estamos más cerca que nunca de nosotros mismos, viéndonos obligados a habitar lo que sea que fuimos construyendo en ese espacio. El confinamiento nos obligó a entrar en contacto directo con esos lugares incómodos dónde postergábamos en un loopeterno los cambios que nos iban a conducir a nuestra felicidad.
La palabra incertidumbre se nos metió en la boca. Algunos la confunden con una desesperación alienante, pero la incertidumbre es una constante que va hermanada con la fragilidad de la vida. Tal vez la diferencia es que hoy nos toca experimentarla a todos juntos y que amenaza la ilusión de sentirnos seguros y con la vida bajo control.
Esa incertidumbre puede ser experimentada como la incapacidad de controlar, lo que nos llevaría a la desesperación, o podemos elegir verla con los ojos de un niño: cada día es un regalo. Como decía el filósofo francés Gabriel Marcel: "Es preciso que tengamos la experiencia de una encomienda: algo nos ha sido confiado". Hay algo nuevo en nuestra puerta.
La incertidumbre como sorpresa, para abrazar lo nuevo y entrar en contacto con lo extraordinario que habita adentro de las cosas que podemos hacer todos los días.
No dar las cosas por sentado, entender que lo que hoy es mañana puede no ser, pero no para caer en el miedo y la angustia, sino para tomar dimensión de lo valioso de todo lo que tenemos hoy.
Cientos de filósofos y monjes han destacado esta idea de abundancia y gratuidad como eje sanador de la percepción de los problemas sociales. No es la felicidad la que nos permite ser agradecidos, sino que, como dice David Steindl-Rast, "es ser agradecidos lo que nos permite ser felices". Este monje católico austríaco, al terminar la Segunda Guerra Mundial tomó conciencia de que había sido feliz, pero no podía comprenderlo. ¿Ser feliz en medio del horror indescriptible? Luego advirtió que lo que lo había llevado a estar feliz era sentirse agradecido por el solo hecho de estar vivo cada día, al abrir los ojos por la mañana. Agradecer nos salva. Nos restituye a la percepción de la vida como don.
La neurocientífica Candace Pert, pionera en el estudio de la influencia de las endorfinas y neuropéptidos en el ánimo, solía decir que "la felicidad no es un estado reactivo". Es decir, la felicidad es una forma de estar y ser en el mundo: un estado endógeno. No tiene que ver con logros u objetivos, sino con aprender a observarnos y ver la vida de una forma diferente. Es nuestra percepción la que le da forma a la experiencia. Poder aportar un sentido constructivo a las crisis y adversidades es una característica que se ha encontrado en todas las personas resilientes estudiadas. Encontrar sentidos no es un signo de ingenuidad sino de madurez.
En medio de la pandemia, a diario nos encontramos valorando y deseando muchas cosas que hasta hace poco eran cotidianas. Y sentimos más hondamente cómo es vivir sin un abrazo, sin el afecto cercano de nuestros seres queridos, sin poder despedir a los que mueren. Ese anhelo que sentimos puede producirnos dolor y tristeza. Pero también puede resultar un despertador: un llamado a recalcular nuestro GPS interior, para entrar en contacto con todo lo que tiene valor y alimenta nuestras vidas.
El dolor es un boomerang pícaro que muchas veces nos devuelve a las cosas que realmente son importantes. Nosotros podemos cambiar la mirada para estar conectados con nuestra capacidad de vivir de una manera más consciente. Si el coronavirus nos ayuda a valorar más las cosas simples que son trascendentes, quizás esta experiencia pueda impulsar un camino virtuoso en nosotros, lleno de sentido.
No se trata de hacer una autoayuda berreta, ni de caer en la motivación barata del "¡tú puedes!". No precisamos porristas, sino conectar con el protagonismo que tienen nuestros pensamientos y nuestros modos de percibir nuestra realidad cotidiana.
Se trata de observar con una nueva mirada, mucho más delicada sobre nosotros mismos y despierta a nuestras posibilidades. Se trata de tener un mayor desapego respecto de los objetivos que perseguimos y de evitar obsesionarnos. Se trata de aprender de la sabiduría de nuestro cuerpo, que habla y nos ayuda a transitar el camino con más atención a las cosas trascendentes de la vida.
La búsqueda de sentido es un trabajo interior apasionante, arduo y constante. Ser felices no es un estado estático al que llegamos de una vez para siempre. Es un camino dinámico y zigzagueante que tenemos que aprender a transitar. Lejos, verdaderamente lejos, solo se va para adentro.
Isola es filósofo, PhD y coach ejecutivo; Grehan, médico dedicado a medicina del estrés y estilo de vida.
La palabra incertidumbre se nos metió en la boca. Algunos la confunden con una desesperación alienante, pero la incertidumbre es una constante que va hermanada con la fragilidad de la vida. Tal vez la diferencia es que hoy nos toca experimentarla a todos juntos y que amenaza la ilusión de sentirnos seguros y con la vida bajo control.
Esa incertidumbre puede ser experimentada como la incapacidad de controlar, lo que nos llevaría a la desesperación, o podemos elegir verla con los ojos de un niño: cada día es un regalo. Como decía el filósofo francés Gabriel Marcel: "Es preciso que tengamos la experiencia de una encomienda: algo nos ha sido confiado". Hay algo nuevo en nuestra puerta.
La incertidumbre como sorpresa, para abrazar lo nuevo y entrar en contacto con lo extraordinario que habita adentro de las cosas que podemos hacer todos los días.
No dar las cosas por sentado, entender que lo que hoy es mañana puede no ser, pero no para caer en el miedo y la angustia, sino para tomar dimensión de lo valioso de todo lo que tenemos hoy.
Cientos de filósofos y monjes han destacado esta idea de abundancia y gratuidad como eje sanador de la percepción de los problemas sociales. No es la felicidad la que nos permite ser agradecidos, sino que, como dice David Steindl-Rast, "es ser agradecidos lo que nos permite ser felices". Este monje católico austríaco, al terminar la Segunda Guerra Mundial tomó conciencia de que había sido feliz, pero no podía comprenderlo. ¿Ser feliz en medio del horror indescriptible? Luego advirtió que lo que lo había llevado a estar feliz era sentirse agradecido por el solo hecho de estar vivo cada día, al abrir los ojos por la mañana. Agradecer nos salva. Nos restituye a la percepción de la vida como don.
La neurocientífica Candace Pert, pionera en el estudio de la influencia de las endorfinas y neuropéptidos en el ánimo, solía decir que "la felicidad no es un estado reactivo". Es decir, la felicidad es una forma de estar y ser en el mundo: un estado endógeno. No tiene que ver con logros u objetivos, sino con aprender a observarnos y ver la vida de una forma diferente. Es nuestra percepción la que le da forma a la experiencia. Poder aportar un sentido constructivo a las crisis y adversidades es una característica que se ha encontrado en todas las personas resilientes estudiadas. Encontrar sentidos no es un signo de ingenuidad sino de madurez.
En medio de la pandemia, a diario nos encontramos valorando y deseando muchas cosas que hasta hace poco eran cotidianas. Y sentimos más hondamente cómo es vivir sin un abrazo, sin el afecto cercano de nuestros seres queridos, sin poder despedir a los que mueren. Ese anhelo que sentimos puede producirnos dolor y tristeza. Pero también puede resultar un despertador: un llamado a recalcular nuestro GPS interior, para entrar en contacto con todo lo que tiene valor y alimenta nuestras vidas.
El dolor es un boomerang pícaro que muchas veces nos devuelve a las cosas que realmente son importantes. Nosotros podemos cambiar la mirada para estar conectados con nuestra capacidad de vivir de una manera más consciente. Si el coronavirus nos ayuda a valorar más las cosas simples que son trascendentes, quizás esta experiencia pueda impulsar un camino virtuoso en nosotros, lleno de sentido.
No se trata de hacer una autoayuda berreta, ni de caer en la motivación barata del "¡tú puedes!". No precisamos porristas, sino conectar con el protagonismo que tienen nuestros pensamientos y nuestros modos de percibir nuestra realidad cotidiana.
Se trata de observar con una nueva mirada, mucho más delicada sobre nosotros mismos y despierta a nuestras posibilidades. Se trata de tener un mayor desapego respecto de los objetivos que perseguimos y de evitar obsesionarnos. Se trata de aprender de la sabiduría de nuestro cuerpo, que habla y nos ayuda a transitar el camino con más atención a las cosas trascendentes de la vida.
La búsqueda de sentido es un trabajo interior apasionante, arduo y constante. Ser felices no es un estado estático al que llegamos de una vez para siempre. Es un camino dinámico y zigzagueante que tenemos que aprender a transitar. Lejos, verdaderamente lejos, solo se va para adentro.
Isola es filósofo, PhD y coach ejecutivo; Grehan, médico dedicado a medicina del estrés y estilo de vida.
Fuente LA NACION
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Prácticas espirituales