La convergencia entre robótica, neurociencia y big data está haciendo realidad la convivencia entre personas y cyborgs y dispara preguntas.
Los robots “repartidores” de la empresa Starship Technologies que desde hace meses recorren las calles de Milton Kaynes y los alrededores de Londres comienzan a configurar el nuevo horizonte posthumanista del siglo XXI. Por ahora, esos autómatas (al servicio de una cadena de supermercados local) solo efectúan tareas básicas de reparto de alimentos y otros insumos indispensables para la vida cotidiana, pero los tecnólogos y científicos especializados en Inteligencia Artificial (A.I. por sus siglas en inglés) coinciden en que pasará muy poco tiempo hasta que los veamos realizar sin dificultades labores mucho más complejas que hoy son patrimonio exclusivo de la raza humana.
La pregunta puede provocar entusiasmo o escalofríos. ¿Perdió el ser humano el lugar de privilegio que se atribuyó entre las especies desde que Descartes, en el siglo XVII, colocara a la Razón como eje rector de nuestra presencia en el mundo? ¿La palabra “Humanidad” debe ser repensada en una época en la que los robots y los dispositivos tecnológicos ocupan cada vez más espacio en nuestra sociedad?
La pandemia de Covid-19 aceleró los tiempos de esta interrogación incómoda, al demostrar no solo nuestra excesiva dependencia de los medios de comunicación digitales, sino, también, nuestra creciente “accesoriedad” en muchísimas tareas, como algunas intervenciones quirúrgicas de altísima complejidad y precisión o la conducción de vehículos autónomos que prometen eliminar, en un futuro cercano, las fallas humanas asociadas a los accidentes de tránsito.
Tiempo de simbiosis
En agosto de 2020, el mundo se hallaba demasiado ocupado combatiendo un nuevo virus como para dedicar mucha atención a Elon Musk (el magnate cofundador de Paypal y director general de Tesla Motors y SpaceX) mientras daba un paso más en la carrera por trascender y ensanchar las fronteras del género humano amenazado por la aparición de una enfermedad desconocida.
En un evento transmitido en vivo por Youtube, Musk presentó a Gertrude, una simpática cerdita implantada con un prototipo de chip destinado a captar y codificar su actividad cerebral. Así, millones de espectadores pudieron ver en tiempo real que cuando Gertrude se desplazaba por su corral, tocando objetos con su hocico, el implante activaba (a través de una serie de electrodos) un dispositivo que indicaba distintos niveles de actividad neuronal.
Según Musk, ese tipo de tecnología, implantada en seres humanos, permitirá muy pronto el manejo de objetos complejos de manera remota o la remoción de discapacidades de movimiento en personas que han sufrido traumas espinales severos.
Neuralink es solo una de la empresas abocadas a fusionar definitivamente el cuerpo y el cerebro humanos con las posibilidades cada vez más expansivas de la Inteligencia Artificial (I.A), alumbrando lo que Musk denomina la era de las “symbiosis”: una nueva etapa en la evolución de la humanidad que consiste, precisamente, en el corrimiento de la frontera que separa al hombre de la máquina, suprimiendo esa diferencia a través de un híbrido conceptual, el “cyborg”.
Aunque esa posibilidad no es nueva e influye en la perspectiva médica desde mediados de los años 60, la imparable convergencia contemporánea entre robótica, neurociencia, digitalización y big data ha transformado las fantasías cibernéticas de “Terminator” y “RoboCop” en posibilidades latentes.
El término cyborg (contracción del inglés para “Cybernetic Organism”, organismo cibernético) ya era frecuente en el cine y la ciencia ficción literaria de la década de los ochenta, pero alcanzó progresivamente cierta estatura ontológica en el parámetro cultural de un nuevo tipo de sociología.
En su Manifiesto Cyborg, de 1991, la teórica feminista Donna Haraway definió la frontera entre ciencia ficción y realidad social como una “ilusión óptica”, por lo que el cyborg pasaría a ser (como criatura de esa nueva coyuntura) el sujeto político determinante de una remodelación radical de la cultura.
Haraway utilizaba la figura del cyborg para ilustrar sus propias teorías sobre un mundo “post-genérico” en el que las diferencias entre lo masculino y lo femenino se difuminan frente a la realidad biológica intrusada por la tecnología, aunque la politización del término tenía alcances mucho más prácticos.
A principios de esa misma década, la crítica literaria Katherine Hayles aseguraba que el diez por ciento de la población de los Estados Unidos (compuesto por personas que interactuaban cotidianamente con marcapasos, prótesis corporales de todo tipo e injertos de piel artificial) ya podían ser perfectamente considerados como cyborgs.
Cyborg, el héroe de DC. Musk es conocido por su preocupación por la posibilidad de que la inteligencia artificial se convierta en una amenaza para la humanidad.
Transhumanismo como ideología
El siglo XXI y algunas de sus derivaciones distópicas y catastróficas transformaron en una realidad aquello que el “pop” hecho de sintetizadores y neón y el cyberpunk noir e hipertecnológico habían insinuado en los años 80 y 90 del XX. El arribo de máquinas “pensantes” y seres humanos “mejorados”a través de implantes tecnológicos saltó del cine y la literatura de ciencia ficción a las páginas de las revistas científicas y los noticieros de televisión.
Hoy, mientras seres vivientes y algoritmos interactúan frenéticamente durante la toma de decisiones, las preguntas vinculadas a lo humano suponen complejidades y dilemas inéditos. El paisaje urbano e industrial contemporáneo, compuesto por fábricas robotizadas, teléfonos inteligentes conectados prácticamente a todo, vehículos autónomos, chatbots y drones incorpora cada vez más áreas donde la presencia de las personas se torna irrelevante.
Mientras la llamada “internet de las cosas” insiste en configurar un paisaje cada vez más distópico e impredecible en términos sociales, la empresa Altos Labs (ideada por el multimillonario ruso Yuri Millner y financiada en parte por Jeff Bezos, fundador de Amazon) anuncia un proyecto de investigación celular que podría revertir los procesos de envejecimiento.
Los ensayos preliminares se harán en animales, pero es de suponer que muy pronto se llevarán a cabo entre nosotros. ¿Cuál es el límite, entonces, al momento de “hackear” el cuerpo humano?
El horizonte posthumanista recolecta voces a favor y en contra de ese “mejoramiento” de la condición humana. Los ingenieros anuncian una nueva era de superación biológica de la mano de la informática y la cibernética.
Para Raymond Kurzweil, director de ingeniería de Google, la nueva fase evolutiva está cerca. Alcanzar esa singularidad supone un punto de trascendencia de la biología en el que el desarrollo exponencial de la Inteligencia Artificial desembocará en una etapa de superinteligencia en la que cada nuevo cerebro artificial podrá diseñar otro aún más potente, y éste, a su vez, hará lo mismo que el anterior, en una escalada imparable hacia la consumación de un nuevo paradigma universal.
En el polo opuesto a ese anhelo de supremacía tecnológica, voces como la Yuval Noah Harari, historiador israelí de la Universidad de Jerusalem y autor de best-sellers como Homo Deus: breve historia del mañana (2015) aclara que esa catástrofe puede provenir de una confusión generalizada entre los conceptos de “inteligencia” y “conciencia”, ésta última algo con lo que las máquinas aún no cuentan, pero que el género humano se empeña cada vez más en conferirles, lanzado como está a una carrera evolucionista de final incierto.
En el muy reciente Contra Apocalípticos. Ecologismo, Animalismo, Posthumanismo (2021, editorial Shackleton) Jesus Zamora Bonilla, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia, se esfuerza en demostrar que el tecnocentrismo contemporáneo está lejos (por ahora) de significar una amenaza o un peligro para nuestra continuidad y desarrollo como especie dominante.
Aun cuando los cyborgs y los robots penetren cada vez más esferas de nuestra vida, si puede hablarse de un “Tecnoceno” –una era geológica marcada por incidencia tecnológica total no solo sobre planeta sino también sobre el ser humano como tal– este estaría caracterizado por un progreso evidente hacia la mejora de nuestras condiciones de existencia.
Para Bonilla, lo que está llevando a nuestra civilización hacia el colapso no es el progreso tecnológico, sino la propia visión que los seres humanos tenemos de nosotros mismos, de nuestras relaciones sociales y de nuestra conexión con la naturaleza.
En esta línea de pensamiento, son muchos los autores que, en los últimos diez años, han condenado la visión dominante del Humanismo Ilustrado que se utilizó para caracterizar el resurgimiento del imperio de la Razón luego del oscurantismo de la Edad Media.
Ahí donde el dogma religioso indiscutible retrocedía, avanzaba la Razón humana impulsada por el “pienso, luego existo” de Descartes y su creencia en el predominio del entendimiento humano como principio abarcador de la existencia.
El término “posthumanismo” surge recién en el siglo XX, cuando en 1977 el crítico literario Ihab Hassan (norteamericano nacido en Egipto) lo presenta en su libro Prometheus as performer, y aunque no tenga el propósito específico de proponer una superación de la Razón Ilustrada, sí cumple la función de anunciar un tiempo nuevo marcado por el desmantelamiento de las nociones de “Dios” y “Sujeto”.
Ese nuevo impulso señala a “lo humano” como apenas una especie entre muchas otras, y alimenta el presupuesto de que la perspectiva racional atribuída a la nuestra es sólo una de todas las posibles. Así, el posthumanismo se presenta como un intento de franquear los límites de esa condición humana, no para abandonarla o dejarla atrás, pero sí para incorporarle nuevos puntos de vista que incluyen tanto lo maquínico como lo biológico en sus más abarcativas expresiones.
Los robots “repartidores” de la empresa Starship Technologies que desde hace meses recorren las calles de Milton Kaynes y los alrededores de Londres comienzan a configurar el nuevo horizonte posthumanista del siglo XXI. Por ahora, esos autómatas (al servicio de una cadena de supermercados local) solo efectúan tareas básicas de reparto de alimentos y otros insumos indispensables para la vida cotidiana, pero los tecnólogos y científicos especializados en Inteligencia Artificial (A.I. por sus siglas en inglés) coinciden en que pasará muy poco tiempo hasta que los veamos realizar sin dificultades labores mucho más complejas que hoy son patrimonio exclusivo de la raza humana.
La pregunta puede provocar entusiasmo o escalofríos. ¿Perdió el ser humano el lugar de privilegio que se atribuyó entre las especies desde que Descartes, en el siglo XVII, colocara a la Razón como eje rector de nuestra presencia en el mundo? ¿La palabra “Humanidad” debe ser repensada en una época en la que los robots y los dispositivos tecnológicos ocupan cada vez más espacio en nuestra sociedad?
La pandemia de Covid-19 aceleró los tiempos de esta interrogación incómoda, al demostrar no solo nuestra excesiva dependencia de los medios de comunicación digitales, sino, también, nuestra creciente “accesoriedad” en muchísimas tareas, como algunas intervenciones quirúrgicas de altísima complejidad y precisión o la conducción de vehículos autónomos que prometen eliminar, en un futuro cercano, las fallas humanas asociadas a los accidentes de tránsito.
Tiempo de simbiosis
En agosto de 2020, el mundo se hallaba demasiado ocupado combatiendo un nuevo virus como para dedicar mucha atención a Elon Musk (el magnate cofundador de Paypal y director general de Tesla Motors y SpaceX) mientras daba un paso más en la carrera por trascender y ensanchar las fronteras del género humano amenazado por la aparición de una enfermedad desconocida.
En un evento transmitido en vivo por Youtube, Musk presentó a Gertrude, una simpática cerdita implantada con un prototipo de chip destinado a captar y codificar su actividad cerebral. Así, millones de espectadores pudieron ver en tiempo real que cuando Gertrude se desplazaba por su corral, tocando objetos con su hocico, el implante activaba (a través de una serie de electrodos) un dispositivo que indicaba distintos niveles de actividad neuronal.
Según Musk, ese tipo de tecnología, implantada en seres humanos, permitirá muy pronto el manejo de objetos complejos de manera remota o la remoción de discapacidades de movimiento en personas que han sufrido traumas espinales severos.
Neuralink es solo una de la empresas abocadas a fusionar definitivamente el cuerpo y el cerebro humanos con las posibilidades cada vez más expansivas de la Inteligencia Artificial (I.A), alumbrando lo que Musk denomina la era de las “symbiosis”: una nueva etapa en la evolución de la humanidad que consiste, precisamente, en el corrimiento de la frontera que separa al hombre de la máquina, suprimiendo esa diferencia a través de un híbrido conceptual, el “cyborg”.
Aunque esa posibilidad no es nueva e influye en la perspectiva médica desde mediados de los años 60, la imparable convergencia contemporánea entre robótica, neurociencia, digitalización y big data ha transformado las fantasías cibernéticas de “Terminator” y “RoboCop” en posibilidades latentes.
El término cyborg (contracción del inglés para “Cybernetic Organism”, organismo cibernético) ya era frecuente en el cine y la ciencia ficción literaria de la década de los ochenta, pero alcanzó progresivamente cierta estatura ontológica en el parámetro cultural de un nuevo tipo de sociología.
En su Manifiesto Cyborg, de 1991, la teórica feminista Donna Haraway definió la frontera entre ciencia ficción y realidad social como una “ilusión óptica”, por lo que el cyborg pasaría a ser (como criatura de esa nueva coyuntura) el sujeto político determinante de una remodelación radical de la cultura.
Haraway utilizaba la figura del cyborg para ilustrar sus propias teorías sobre un mundo “post-genérico” en el que las diferencias entre lo masculino y lo femenino se difuminan frente a la realidad biológica intrusada por la tecnología, aunque la politización del término tenía alcances mucho más prácticos.
A principios de esa misma década, la crítica literaria Katherine Hayles aseguraba que el diez por ciento de la población de los Estados Unidos (compuesto por personas que interactuaban cotidianamente con marcapasos, prótesis corporales de todo tipo e injertos de piel artificial) ya podían ser perfectamente considerados como cyborgs.
Cyborg, el héroe de DC. Musk es conocido por su preocupación por la posibilidad de que la inteligencia artificial se convierta en una amenaza para la humanidad.
Transhumanismo como ideología
El siglo XXI y algunas de sus derivaciones distópicas y catastróficas transformaron en una realidad aquello que el “pop” hecho de sintetizadores y neón y el cyberpunk noir e hipertecnológico habían insinuado en los años 80 y 90 del XX. El arribo de máquinas “pensantes” y seres humanos “mejorados”a través de implantes tecnológicos saltó del cine y la literatura de ciencia ficción a las páginas de las revistas científicas y los noticieros de televisión.
Hoy, mientras seres vivientes y algoritmos interactúan frenéticamente durante la toma de decisiones, las preguntas vinculadas a lo humano suponen complejidades y dilemas inéditos. El paisaje urbano e industrial contemporáneo, compuesto por fábricas robotizadas, teléfonos inteligentes conectados prácticamente a todo, vehículos autónomos, chatbots y drones incorpora cada vez más áreas donde la presencia de las personas se torna irrelevante.
Mientras la llamada “internet de las cosas” insiste en configurar un paisaje cada vez más distópico e impredecible en términos sociales, la empresa Altos Labs (ideada por el multimillonario ruso Yuri Millner y financiada en parte por Jeff Bezos, fundador de Amazon) anuncia un proyecto de investigación celular que podría revertir los procesos de envejecimiento.
Los ensayos preliminares se harán en animales, pero es de suponer que muy pronto se llevarán a cabo entre nosotros. ¿Cuál es el límite, entonces, al momento de “hackear” el cuerpo humano?
El horizonte posthumanista recolecta voces a favor y en contra de ese “mejoramiento” de la condición humana. Los ingenieros anuncian una nueva era de superación biológica de la mano de la informática y la cibernética.
Para Raymond Kurzweil, director de ingeniería de Google, la nueva fase evolutiva está cerca. Alcanzar esa singularidad supone un punto de trascendencia de la biología en el que el desarrollo exponencial de la Inteligencia Artificial desembocará en una etapa de superinteligencia en la que cada nuevo cerebro artificial podrá diseñar otro aún más potente, y éste, a su vez, hará lo mismo que el anterior, en una escalada imparable hacia la consumación de un nuevo paradigma universal.
En el polo opuesto a ese anhelo de supremacía tecnológica, voces como la Yuval Noah Harari, historiador israelí de la Universidad de Jerusalem y autor de best-sellers como Homo Deus: breve historia del mañana (2015) aclara que esa catástrofe puede provenir de una confusión generalizada entre los conceptos de “inteligencia” y “conciencia”, ésta última algo con lo que las máquinas aún no cuentan, pero que el género humano se empeña cada vez más en conferirles, lanzado como está a una carrera evolucionista de final incierto.
En el muy reciente Contra Apocalípticos. Ecologismo, Animalismo, Posthumanismo (2021, editorial Shackleton) Jesus Zamora Bonilla, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia, se esfuerza en demostrar que el tecnocentrismo contemporáneo está lejos (por ahora) de significar una amenaza o un peligro para nuestra continuidad y desarrollo como especie dominante.
Aun cuando los cyborgs y los robots penetren cada vez más esferas de nuestra vida, si puede hablarse de un “Tecnoceno” –una era geológica marcada por incidencia tecnológica total no solo sobre planeta sino también sobre el ser humano como tal– este estaría caracterizado por un progreso evidente hacia la mejora de nuestras condiciones de existencia.
Para Bonilla, lo que está llevando a nuestra civilización hacia el colapso no es el progreso tecnológico, sino la propia visión que los seres humanos tenemos de nosotros mismos, de nuestras relaciones sociales y de nuestra conexión con la naturaleza.
En esta línea de pensamiento, son muchos los autores que, en los últimos diez años, han condenado la visión dominante del Humanismo Ilustrado que se utilizó para caracterizar el resurgimiento del imperio de la Razón luego del oscurantismo de la Edad Media.
Ahí donde el dogma religioso indiscutible retrocedía, avanzaba la Razón humana impulsada por el “pienso, luego existo” de Descartes y su creencia en el predominio del entendimiento humano como principio abarcador de la existencia.
El término “posthumanismo” surge recién en el siglo XX, cuando en 1977 el crítico literario Ihab Hassan (norteamericano nacido en Egipto) lo presenta en su libro Prometheus as performer, y aunque no tenga el propósito específico de proponer una superación de la Razón Ilustrada, sí cumple la función de anunciar un tiempo nuevo marcado por el desmantelamiento de las nociones de “Dios” y “Sujeto”.
Ese nuevo impulso señala a “lo humano” como apenas una especie entre muchas otras, y alimenta el presupuesto de que la perspectiva racional atribuída a la nuestra es sólo una de todas las posibles. Así, el posthumanismo se presenta como un intento de franquear los límites de esa condición humana, no para abandonarla o dejarla atrás, pero sí para incorporarle nuevos puntos de vista que incluyen tanto lo maquínico como lo biológico en sus más abarcativas expresiones.
Fuente CLARIN